Recuerdos que no voy a olvidar...

Cada recuerdo, cada instante vivido, cada campeonato, cada gol, cada lágrima, cada anécdota, cada triunfo, cada derrota... Todo, absolutamente todo es una huella de nuestra existencia, de nuestra presencia que nada ni nadie borrará jamás.

miércoles, 17 de agosto de 2011

Un sueño posible

Cuando mi hermano Orlando llegó a mi casa y me dijo que ya no habían entradas para el partido, mis ánimos cayeron por los suelos. La decepción de no poder estar en el juego más importante de todos, la final de la Copa Libertadores de América, fue fatal. Ya habíamos ido, saltado, cantado, gritado y llorado en los partidos con Bolívar y Racing previos al pase para el último encuentro.


Desde muy niño mi hermano, ése que me enseñó lo que era y es el Sporting Cristal, me decía que pronto jugaríamos una “final de la Copa de los Libertadores de América”, como le gustaba decirlo. Para ese entonces, yo aún no sabía qué importancia tenía todo esto. Ya era hincha declarado del Sporting, ya gritaba los goles que escuchaba por la radio (cómo olvidar el gol de Julio César Antón a los gansos en la final del 91, el 5 a 1 a los cagones en el 93, los goles del ‘Bimbo’ Ávila y Julinho en la Libertadores de ese mismo año, ¡cómo olvidar!), hasta ya había sentido la alegría del Tricampeonato, pero en esa Copa de 1997 ya me sentía un fanático más.

 

Por eso, cuando Orlando me dio la triste noticia, era como haber perdido esa final sin haberla jugado todavía. Los días pasaron y la pena se fue de a pocos. Ya no íbamos a ir en mancha al Estadio Nacional, ni preparar los contómetros, ni guardar las banderas en la mochila. Ya no sentiría esos latidos de emoción horas antes de partir a la cancha. Ya no vería a hinchas cantando y empilándose en las afueras de la popular sur ilusionados y embriagados por ver el sueño hecho realidad.

 

Y es que es verdad, de tantas veces que escuché a mi hermano hablar de la Libertadores, el sueño también me invadió a mí. Y ahí estábamos. Sin duda alguna, mi Cristal mostró el mejor fútbol, llegó hasta la final ganando, gustando y goleando. Nunca necesitó de los penales para demostrar que merecía estar allí. Estaría en los ojos de todo el mundo. Para eso nació, para ser grande, para ser el mejor. Y lo es.



Media hora antes del partido las calles estaban desiertas. Todos, absolutamente todos estaban pendientes de mi Cristal. Simpatizantes de otros equipos se retorcían de la envidia, muchos hasta gastaron su plata para comprar entradas y ver a mi Sporting querido. Miles de celestes de verdad nos quedamos sin asistir a la final porque hinchas de otros clubes, que nunca verán a sus equipos en esas instancias, querían presenciar qué se siente ese privilegio al que sólo llegan los grandes, como mi Sporting.



Y así estaba yo, preparándome de nuevo para seguir a mi Cristal por la radio. De pronto, otro de mis hermanos, hincha del otro equipo, me llevó a una pizzería-pollería en la avenida Alcázar en el Rímac, no recuerdo el nombre y a quién le importa eso. Orlando se había ido a ver al partido no sé a dónde con los demás celestes del barrio, y yo también vería al Sporting Cristal por televisión en el partido más esperado de mi vida. Todos ya conocemos el resultado, un cero a cero amargo, pero la esperanza seguía porque ya nos habían demostrado de lo que eran capaces, como ocurrió meses antes en Argentina contra el Vélez Sarsfield campeón de todo, pero incapaz de ganarle a mi Sporting.



Miércoles 13 de agosto de 1997. Orlando ya había encerado los pisos de mi casa como siempre lo hacía –como cábala decía- antes de los partidos que Cristal jugaba en el extranjero. Había colocado una bandera celeste y blanca en el piso y ya estaba todo preparado para ver y esperar el resultado soñado. Sueño que casi se hace realidad si no fuera por Dida, quien, con el pie derecho, nos robó lo que todo hincha celeste desea antes de pasar a mejor vida: ser campeón de América y del Mundo.



El recordado árbitro Javier Castrilli pitó el final del partido. Pocos minutos antes, un olvidado Elivelton había marcado con mucha suerte el único gol que le dio el campeonato inmerecido al Cruzeiro de Brasil. El silencio nos envolvió como una avalancha de tierra. El sueño se nos iba de las manos por unos malditos ocho minutos. Rabia, tristeza, dolor, lágrimas contenidas era todo lo que se podía sentir en el ambiente. Parecía un velorio, y prácticamente lo era.





Once años más tarde, uno de esos celestes hasta los huesos me dijo en una reunión lo que yo no sabía hasta ese día. Todos ellos -bajopontinos de nacimiento, que de jóvenes participaron en el nacimiento y crecimiento del Extremo Celeste, cerveceros hasta la muerte- sintieron que les habían robado el sueño, que las gargantas secas de tantos gritos en tantos años de ser hinchas hacían que el trago pasara más amargo aún. Todos ellos, envueltos en una pena que, imagino, no han sentido nunca más por su Sporting, por mi Sporting, embriagados de sentimientos encontrados, conocieron lo que era botar lágrimas de amor y rabia, lágrimas de hombres. Como lo supe yo también ese mismo día por primera vez por mi Cristal de toda la vida. Pero el sueño no se termina, se espera con fe, como siempre. Por eso, con amor y rabia, ¡Salud, salud Sporting Cristal!